lunes, junio 11

Cadáver exquisito 1

 
Hace unos días, siguiendo las reglas del Necrotismo Literario, realizamos un cadáver exquisito para deleite de aquellos necrófagos paladares, dice así:

Esa tarde los pies le pesaban, eran como plomo pegado al suelo, casi que no podia respirar... Así, la reina Juanita decidió recostarse mientras en su cabeza daban vueltas fragmentos del concierto para violín de Tchaikovsky. Tenía la cabeza llena de cosas, de momentos, de sesos enredados en miles de recuerdos, llenos de colores, en ese instante se habia quedado en el recuerdo de ese dia soleado... Ése día en el que sus pies con una profunda ligereza bailaban esa danza mientras abrazaba su espalda con fuerza, ése día, en el que con un solo beso, él se lo dijo todo, todo sin una sola palabra. El mismo día que entendió que no se es mas que una hoja en el viento, flotando a merced de gigantes... Sin embargo, ella sabía que con el poder de los sueños de aquellos días cálidos podía ser gigante ...Tan gigante como su imaginación se lo permitiese, sabía que, con el uso correcto de la misma, podía volar muy lejos con los pies pegados al piso.

En ese instante despego su mirada del suelo y volvio de bruces contra el mundo para verlo, era él... el guerrero de sus sueños, el hombre que tomó un lanzallamas para acabar con la carga de bayonetas del enemigo.

Dudó por unos segundos, pero sí, era él, al que tanto esperaba, con el que había soñado. Sonrió. Mientras veia como de desvanecia entre la gente, como si fuera humo pesado y oscuro... Y depronto su cuerpo era como el aire, sintió que la gente la aspiraba, la respiraba, como aquella vez mágica.

De repente, sintió que algo le atravesó el cuerpo, puso sus manos cruzando su pecho pero nada pudo hacer, se le iba la vida en gotas de sangre, el mundo siguió mientras se le escapaba la vida, se le borro la sonrisa de la cara y cayo a su suerte,"Alea jacta est" recordaba, la suerte estaba echada, los dados jugados y ésta apuesta la había ganado la muerte.

Igual, no tenía muchos motivos para resistirse, no tenía una sola razón para quedarse, excepto ese pequeño que él le habia dejado antes de morir, esa duda en el vientre... Ésa duda que se había convertido en una flor que retoñaba muy cerca a donde su imagen se evaporaba...

Entonces intentó moverse y no pudo, sintió su cuerpo atado con cuerdas invisibles, sintió su pulso fuerte como tambores en sus sienes. De repente y tras un corto lapso de oscuridad desperto bañada en sudor y vio que su compañero ya no estaba... Lo único que recordaba fueron aquellos impúdicos momentos en los que el fuego los había consumido de adentro hacia afuera
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Participantes: @i_upset_you, @Besocaina, @Harvysin.

martes, mayo 15

Calos Fuentes: 1928 - 2012


A su memoria, les dejo un pasaje de Aura (1962) la novela que nos enseñó por un momento que el amor a menudo nos hace perder el sentido de la realidad.
... Te quedas solo con los perfumes cuando el tercer fósforo se apaga. Subes con pasos lentos al vestíbulo, vuelves a pegar el oído a la puerta de la señora Consuelo, sigues, sobre las puntas de los pies, a la de Aura: la empujas, sin dar aviso, y entras a esa recamara desnuda, donde un circulo de luz ilumina la cama, el gran crucifijo mexicano, la mujer que avanzara hacia ti cuando la puerta se cierre.

Aura vestida de verde, con esa bata de tafeta por donde asoman, al avanzar hacia ti la mujer, los muslos color de luna: la mujer, repetirás al tenerla cerca, la mujer, no la muchacha de ayer: la muchacha de ayer —cuando toques sus dedos, su talle— no podía tener más de veinte años; la mujer de hoy —y acaricies su pelo negro, suelto, su mejilla pálida— parece de cuarenta: algo se ha endurecido, entre ayer y hoy, alrededor de los ojos verdes; el rojo de los labios se ha oscurecido fuera de su forma antigua, como si quisiera fijarse en una mueca alegre, en una sonrisa turbia: como si alternara, a semejanza de esa planta del patio, el sabor de la miel y el de la amargura. No tienes tiempo de pensar más: —Siéntate en la cama, Felipe.—Si.

— Vamos a jugar. Tú no hagas nada. Déjame hacerlo todo a mi. Sentado en la cama, tratas de distinguir el origen de esa luz difusa, opalina, que apenas te permite separar los objetos, la presencia de Aura, de la atmósfera dorada que los envuelve. Ella te habrá visto mirando hacia arriba, buscando ese origen. Por la voz, sabes que esta arrodillada frente a ti:

— El cielo no es alto ni bajo. Esta encima y debajo de nosotros al mismo tiempo.

Te quitará los zapatos, los calcetines, y acariciara tus pies desnudos.  

Tú sientes el agua tibia que baña tus plantas, las alivia, mientras ella te lava con una tela gruesa, dirige miradas furtivas al Cristo de madera negra, se aparta por fin de tus pies, te toma de la mano, se  prende unos capullos de violeta al pelo suelto, te toma entre los brazos y canturrea esa melodía, ese vals que tú bailas con ella, prendido al susurro de su voz, girando al ritmo lentísimo, solemne, que ella te impone, ajeno a los movimientos ligeros de sus manos, que te desabotonan la camisa, te acarician el pecho, buscan tu espalda, se clavan en ella. También tú murmuras  esa canción sin letra, esa melodía que surge naturalmente de tu garganta: giran los dos, cada vez más cerca del lecho; tú sofocas la canción murmurada con tus besos hambrientos sobre la boca de Aura, arrestas la danza con tus besos apresurados sobre los hombros, los pechos de Aura.

Tienes la bata vacía entre las manos. Aura, de cuclillas sobre la cama, coloca ese objeto contra los muslos cerrados, lo acaricia, te llama con la mano. Acaricia ese trozo de harina delgada, lo quiebra sobre sus muslos, indiferentes a las migajas que ruedan por sus caderas: te ofrece la mitad de la oblea que tú tomas, llevas a la boca al mismo tiempo que ella, deglutes  con dificultad: caes sobre el cuerpo desnudo de Aura, sobre sus brazos abiertos, extendidos de un extreme al otro de la cama, igual que el Cristo negro que cuelga del muro con su faldón de seda escarlata, sus rodillas abiertas, su costado herido, su corona de brezos montada sobre la peluca negra, enmarañada, entreverada con lentejuela de plata. Aura se abrirá como un altar.

Murmuras el nombre de Aura al oído de Aura. Sientes los brazos llenos de la mujer contra tu espalda. Escuchas su voz tibia en tu oreja:
— ¿Me querrás siempre?
— Siempre, Aura, te amare para siempre.
— ¿Siempre? ¿Me lo juras?
— Te lo juro.
— ¿Aunque envejezca? ¿Aunque pierda mi  belleza? ¿Aunque tenga el pelo blanco?
— Siempre, mi amor, siempre.
— ¿Aunque muera, Felipe? ¿Me amaras siempre, aunque muera?
— Siempre, siempre. Te lo juro. Nadie puede separarme de ti.
— Ven, Felipe, ven...

Buscas, al despertar, la espalda de Aura y solo tocas esa almohada, caliente aún, y las sabanas blancas que te envuelven. Murmuras de nuevo su nombre.

Abres los ojos: la ves sonriendo, de pie, al pie de la cama, pero sin mirarte a ti. La ves caminar lentamente hacia ese rincón de  la recamara, sentarse en el suelo, colocar los brazos sobre las rodillas negras que emergen de la oscuridad que tu tratas de penetrar, acariciar la mano  arrugada que se adelanta del fondo de la oscuridad cada vez más clara: a los pies de la anciana señora Consuelo, que está sentada en ese sillón que tu notas por primera vez: la señora Consuelo que te sonríe, cabeceando, que te sonríe junto con Aura que mueve la cabeza al mismo tiempo que la vieja: las dos te sonríen, te agradecen. Recostado, sin voluntad, piensas que la vieja ha estado todo el  tiempo en la recámara; recuerdas sus movimientos, su voz, su danza, por más que te digas que no ha estado allí.

Las dos se levantaran a un tiempo, Consuelo de la silla, Aura del piso. Las dos te darán la espalda, caminaran pausadamente hacia la puerta que comunica con la recamara de la anciana, pasaran juntas al cuarto donde tiemblan las luces colocadas frente a las imágenes, cerraran  la puerta detrás de ellas, te dejaran dormir en la cama de Aura.
Esto solo un Adios al cuerpo que se va, porque las palabras que quedan son un retrato hablado de la persona que fue.