A su memoria, les dejo un pasaje de Aura (1962) la novela que nos enseñó por un momento que el amor a menudo nos hace perder el sentido de la realidad.
... Te quedas solo con los perfumes cuando el tercer
fósforo se apaga. Subes con pasos lentos al vestíbulo, vuelves a pegar el oído
a la puerta de la señora Consuelo, sigues, sobre las puntas de los pies, a la
de Aura: la empujas, sin dar aviso, y entras a esa recamara desnuda, donde un
circulo de luz ilumina la cama, el gran crucifijo mexicano, la mujer que avanzara hacia ti cuando la puerta se cierre.
Aura vestida de verde, con esa bata de tafeta por
donde asoman, al avanzar hacia ti la mujer, los muslos color de luna: la mujer,
repetirás al tenerla cerca, la mujer, no la muchacha de ayer: la muchacha de
ayer —cuando toques sus dedos, su talle— no podía tener más de veinte años; la
mujer de hoy —y acaricies su pelo negro, suelto, su mejilla pálida— parece de
cuarenta: algo se ha endurecido, entre ayer y hoy, alrededor de los ojos
verdes; el rojo de los labios se ha oscurecido fuera de su forma antigua, como
si quisiera fijarse en una mueca alegre, en una sonrisa turbia: como si
alternara, a semejanza de esa planta del patio, el sabor de la miel y el de la
amargura. No tienes tiempo de pensar más: —Siéntate en la cama, Felipe.—Si.
— Vamos a jugar. Tú no hagas nada. Déjame hacerlo
todo a mi. Sentado en la cama, tratas de distinguir el origen de esa luz
difusa, opalina, que apenas te permite separar los objetos, la presencia de
Aura, de la atmósfera dorada que los envuelve. Ella te habrá visto mirando
hacia arriba, buscando ese origen. Por la voz, sabes que esta arrodillada
frente a ti:
— El cielo no es alto ni bajo. Esta encima y debajo
de nosotros al mismo tiempo.
Te quitará los zapatos, los calcetines, y
acariciara tus pies desnudos.
Tú sientes el agua tibia que baña tus plantas, las
alivia, mientras ella te lava con una tela gruesa, dirige miradas furtivas al
Cristo de madera negra, se aparta por fin de tus pies, te toma de la mano,
se prende unos capullos de violeta al
pelo suelto, te toma entre los brazos y canturrea esa melodía, ese vals que tú
bailas con ella, prendido al susurro de su voz, girando al ritmo lentísimo,
solemne, que ella te impone, ajeno a los movimientos ligeros de sus manos, que
te desabotonan la camisa, te acarician el pecho, buscan tu espalda, se clavan
en ella. También tú murmuras esa canción
sin letra, esa melodía que surge naturalmente de tu garganta: giran los dos,
cada vez más cerca del lecho; tú sofocas la canción murmurada con tus besos
hambrientos sobre la boca de Aura, arrestas la danza con tus besos apresurados
sobre los hombros, los pechos de Aura.
Tienes la bata vacía entre las manos. Aura, de
cuclillas sobre la cama, coloca ese objeto contra los muslos cerrados, lo
acaricia, te llama con la mano. Acaricia ese trozo de harina delgada, lo
quiebra sobre sus muslos, indiferentes a las migajas que ruedan por sus
caderas: te ofrece la mitad de la oblea que tú tomas, llevas a la boca al mismo
tiempo que ella, deglutes con
dificultad: caes sobre el cuerpo desnudo de Aura, sobre sus brazos abiertos,
extendidos de un extreme al otro de la cama, igual que el Cristo negro que
cuelga del muro con su faldón de seda escarlata, sus rodillas abiertas, su
costado herido, su corona de brezos montada sobre la peluca negra, enmarañada,
entreverada con lentejuela de plata. Aura se abrirá como un altar.
Murmuras el nombre de Aura al oído de Aura. Sientes
los brazos llenos de la mujer contra tu espalda. Escuchas su voz tibia en tu
oreja:
— ¿Me querrás siempre?
— Siempre, Aura, te amare para siempre.
— ¿Siempre? ¿Me lo juras?
— Te lo juro.
— ¿Aunque envejezca? ¿Aunque pierda mi belleza? ¿Aunque tenga el pelo blanco?
— Siempre, mi amor, siempre.
— ¿Aunque muera, Felipe? ¿Me amaras siempre, aunque
muera?
— Siempre, siempre. Te lo juro. Nadie puede
separarme de ti.
— Ven, Felipe, ven...
Buscas, al despertar, la espalda de Aura y solo
tocas esa almohada, caliente aún, y las sabanas blancas que te envuelven.
Murmuras de nuevo su nombre.
Abres los ojos: la ves sonriendo, de pie, al pie de
la cama, pero sin mirarte a ti. La ves caminar lentamente hacia ese rincón
de la recamara, sentarse en el suelo, colocar
los brazos sobre las rodillas negras que emergen de la oscuridad que tu tratas
de penetrar, acariciar la mano arrugada
que se adelanta del fondo de la oscuridad cada vez más clara: a los pies de la
anciana señora Consuelo, que está sentada en ese sillón que tu notas por
primera vez: la señora Consuelo que te sonríe, cabeceando, que te sonríe junto
con Aura que mueve la cabeza al mismo tiempo que la vieja: las dos te sonríen,
te agradecen. Recostado, sin voluntad, piensas que la vieja ha estado todo
el tiempo en la recámara; recuerdas sus movimientos,
su voz, su danza, por más que te digas que no ha estado allí.
Las dos se levantaran a un tiempo, Consuelo de la
silla, Aura del piso. Las dos te darán la espalda, caminaran pausadamente hacia
la puerta que comunica con la recamara de la anciana, pasaran juntas al cuarto
donde tiemblan las luces colocadas frente a las imágenes, cerraran la puerta detrás de ellas, te dejaran dormir
en la cama de Aura.
Esto solo un Adios al cuerpo que se va, porque las palabras que quedan son un retrato hablado de la persona que fue.